martes, 15 de noviembre de 2011

* la ultima monteria del abuelo


Sentado en la barra de aquel bar de carretera observaba
Con aire solemne a su padre. Dibujaba círculos concéntricos en el café con la cucharilla, mientras detenía la mirada una y otra vez
en la silueta de su progenitor.
Su gorra y traje de pana marron, le imponía un absoluto respeto. Una especie de temor y amor, sentía aquella mañana con su presencia allí.
El, nunca se sintió comprendido por parte de aquel hombre de aspecto algo preocupante .Nunca se sintió querido verdaderamente. Para él, su padre era su vida, pero jamás se sintió correspondido por aquella persona, que se escondía tras su traje de pana  marrón.
En un rincón  de aquel bar se sintió más solo que nunca.
Acompañaba a su padre, simplemente, para hacer de escudo protector. Tenía pánico a que le sucediese algo debido a su estado crítico de salud. Quizás por esa causa le acompañaba en sus días de caza.
Todos se reunían en torno a una mesa larga; engalanada con papeles a cuadros azul y blanco, y flanqueada por sillas de color verde.
Compartían migas recién hechas, acompañadas con pimientos, torreznos, chorizo y regadas con vino tinto de Cañamero.
El, se sentía desplazado, pero aun así dichoso de poder acompañar al hombre que le regalo la vida.



                                  
                                                                                                             1
En las paredes colgaban fotos de las plantilla del Madrid, intercalaban con trofeos de jabalí o ciervo.
Esto hizo que su mente volara…
El agitar de las cucharas en los platos de migas humeantes, le hizo volver de nuevo a la realidad.
Su padre advirtió su presencia por primera vez y con voz autoritaria lo llamo para que su mano inocente sacase un numerito de aquella gorra militar. Le correspondió el número dos de la cuerda alta. Un buen puesto según todos.
Cafés y copas de aguardiente daban por concluido, aquel desayuno un tanto peculiar.
Un padre nuestro, algo descompasado, serbia de despedida a aquellos intrépidos cazadores.
El ladrido de los perros, en sus jaulas de ruedas, era ensordecedor. Se adivinaba su inquietud, ante el día, que lentamente se les avecinaba.
Le recordaba a un vitorino en el toril, a punto de hacer su aparición en las ventas de Madrid.
















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Escopetas paralelas de culatas envejecidas, junto con cananas repletas con cartuchos de balas y postas y viejos zurrones de cuero, eran depositadas con cautela en los maleteros de los coches. Era momento de partir hacia el gran espectáculo cinegético.
El sol de Febrero daba la bienvenida a aquel grupo de valientes caballeros.
La cima de aquella enorme roca, hacía de balcón improvisado. Sus vistas sobrecogían. Se observaba a lo lejos aquel lago, que tantos recuerdos agradables le traían. A otro lado un mar de jaras; salpicado de encinas, se extendía apacible en aquella mañana con olor a muerte y sangre.
Pronto un marrano dibujo su silueta, allí donde comienza el horizonte. Con leve trote se dirigía a ellos. El, advirtió a su querido padre de su presencia. Un disparo herrado y todo volvió a ser como antes, en aquel mar sereno de Febrero.
Sentado en el suelo observaba como su padre se lamentaba constantemente por el disparo herrado. El, se limitaba a asentir una y otra vez con la cabeza, mientras pensaba que no podría defraudar jamás a esta persona. Que algún día haría que su padre realmente lo entendiera y se sintiese orgulloso de él.













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A  lejos dos figuras de traje rojo, se movían raudas entre las jaras.
Sus perros mastines les escoltaban ladera abajo.
Caracolas y cornetines ofrecían un concierto gratuito en la solana.
Un segundo y un tercer “guarro” fueron herrados aquel día. Un día para olvidar, se reprochaba su padre. Un día para encerrarlo en el alma, se decía él para sí mismo.
El protocolo de fin de montería daba comienzo.
Se enfundaron escopetas, desabrocharon cananas, y se cerraron zurrones, repletos de ilusiones venideras. Se cerraba el telón, tras una función de sangre y muerte en la solana.
En el lugar de partida, esperaban ansiosas, unas judías con oreja, dispuestas a ser devoradas por aquellos estómagos vacios y rugientes.
En la entrada del bar, una alfombra oscura, daba la bienvenida a los “valientes cazadores”.
¡Una alfombra teñida de sangre, y olor a monte!..
Lamentos sobre mantel de cuadros, por oportunidades perdidas, se entrecruzaban al calor de un vino, de difícil digestión.
El, ajeno a todo aquello, compartía refresco en la barra del bar con un amigo.
El Atleti había vuelto a pinchar, y eso hacía que se sintiesen rabiosos, aquella tarde Domingo. Entre trago y trago, intentaban, quizás en vano, dar con la clave perfecta, para que su equipo del alma, quedara campeón de liga aquella temporada.
                                                                                                                                         













                                                                                                                                                                       4
Dos entrenadores frustrados pretendían levantar a un equipo peculiarmente sufridor.
La sobremesa fue extremadamente larga, y al final, como de costumbre, termino solo con su refresco de cola.
Su padre, totalmente ajeno a él, seguía debatiendo sobre la jornada de caza, seguía maldiciendo por los tres errores cometidos.
Poco a poco la gente fue desfilando. Su padre y el aun seguían en la brecha.
Con los primeros rayos de luna, ambos caminaban hacia su casa. El, se preguntaba si para el siguiente año aun estaría ahí su padre, para poderle acompañar de nuevo.
Una lágrima resbaló suavemente por su mejilla. Sabía perfectamente la respuesta…




















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